Por Yago Martínez Álvarez [0]
El reciente informe de la OMS que clasifica la carne roja y las carnes procesadas como productos carcinógenos ha originado una encendida polémica entre los autores del estudio y representantes de los sectores económicos interesados así como reacciones, en general de rechazo, por parte de la población. En nuestra sociedad, el consumo de grandes cantidades de productos de origen animal, y en concreto de carne, se ha convertido en una seña de identidad cultural a la altura del automóvil. La carne es el elemento central de multitud de platos y para muchas personas no puede faltar en una comida. En definitiva, es algo a lo que no estamos dispuestos a renunciar fácilmente.
Sin embargo, más allá de las consecuencias sobre la salud, y en concreto desde la perspectiva de la sostenibilidad, es necesario considerar las enormes implicaciones socioambientales que el hiperconsumo de productos de origen animal tiene a nivel global.
En agosto del pasado año se hizo viral el artículo “La confusión del veganismo”, del ambientalista argentino Claudio Bertonatti , que fue muy polémico y suscitó críticas provenientes principalmente del movimiento animalista. Bertonatti, dirigiéndose a veganos y vegetarianos, comentaba que este tipo de dieta no es inocua para los animales ya que toda actividad humana tiene un impacto ambiental, y la puesta en explotación de nuevas tierras de cultivo supone la muerte o desaparición de gran parte de la fauna silvestre.
Esta afirmación no supone problema alguno, más allá de constituir una obviedad. Sin embargo, el autor concluía que sería una tragedia para la naturaleza si toda la humanidad siguiera una dieta vegana y basaba esta aseveración en la existencia de una mayor biodiversidad en las tierras dedicadas a la ganadería –extensiva- en comparación con las dedicadas a la agricultura -intensiva- y en los mayores impactos ambientales (deforestación, contaminación con pesticidas…) de ésta con respecto a la primera, siempre con ejemplos referidos a Argentina.
En este caso la argumentación no se sostiene, dado que Bertonatti por un lado compara churras con merinas [1], agricultura intensiva y ganadería extensiva, olvidando que esta última es la principal responsable directa de la deforestación en América del Sur; y por otro ignora completamente la ganadería industrial o intensiva. Esta supone a nivel global aproximadamente un 50% de la producción total de carne y otros productos de origen animal y consume enormes cantidades de productos agrícolas que proceden de esos mismos cultivos intensivos a los que critica.
La realidad es que la dieta altamente carnívora de las sociedades de los países enriquecidos del Norte Global, y en proceso de generalización en los países emergentes, constituye uno de los motores más importantes de generación de impactos sociales y ambientales. En un mundo globalizado, la producción pecuaria obedece fundamentalmente a la demanda de productos de origen animal (carne, leche y huevos fundamentalmente) y hace uso de cantidades cada vez mayores de recursos de todo tipo. La demanda mundial de estos productos no deja de aumentar, pues aunque está relativamente estancada en el Norte, muestra un crecimiento sostenido en los países emergentes. De hecho, el consumo per cápita se ha doblado desde 1950 y el consumo total se ha multiplicado por cinco [2]. Esta demanda creciente requiere de un aumento continuo de la cantidad de animales dedicados al consumo humano y del incremento de la productividad de las explotaciones. Esto supone aumentar la superficie dedicada a pastos o a cultivos forrajeros intensivos, casi siempre a expensas de ecosistemas naturales como bosques o sabanas.
La propia FAO en el informe de 2006 “La larga sombra del ganado” ponía de manifiesto los tremendos impactos de la ganadería sobre la contaminación atmosférica, la contaminación y agotamiento del agua, la destrucción de ecosistemas naturales, y la pérdida de biodiversidad. La ganadería es la actividad humana más demandante de suelo: un cuarto de la superficie terrestre se dedica a pastos y más de un tercio de la superficie agrícola total a la producción de cereales y otras plantas forrajeras destinadas a la fabricación de piensos. Es responsable, de forma directa o indirecta, de la destrucción de millones de hectáreas de bosques, sobre todo en África y Latinoamérica.
En cuanto a su contribución al cambio climático, el mismo informe señalaba que la ganadería es responsable del 18% de las emisiones globales de gases de efecto invernadero [3].
Al igual que la agricultura, la ganadería ha experimentado procesos muy importantes de industrialización e intensificación a partir de la segunda mitad del siglo XX con una concentración empresarial creciente y un protagonismo cada vez mayor de grandes corporaciones. Estos procesos se han dado principalmente en los países industrializados pero se están imponiendo a marchas forzadas en los emergentes, con China como principal exponente. Suponen la sustitución de granjas tradicionales por grandes explotaciones con animales estabulados, que requieren insumos de todo tipo (agua potable, piensos…), utilizan antibióticos de forma masiva y producen grandes cantidades de residuos (excrementos) que contaminan el agua y los suelos. Actualmente las cuatro mayores empresas cárnicas controlan el 85% del mercado mundial, siendo la número uno la multinacional brasileña JBS, mayor productora de bovino y pollo [4]. La producción industrial de carne es además un sinsentido desde el punto de vista energético. Por un lado porque forma parte de un sistema agropecuario totalmente petrodependiente que se basa en la utilización de grandes cantidades de combustibles fósiles en todas las fases de la cadena: maquinaria pesada, producción de fertilizantes, transporte, etc. Y por otro, porque la cría de ganado a base de alimentos vegetales aptos para el consumo humano es un proceso muy ineficiente, perdiéndose entre el 20 y el 80% de las calorías en el proceso dependiendo de las especies. Se puede alimentar a más personas con los cereales empleados en criar un cerdo o una vaca que con los productos que después se elaboran a partir de estos animales.
Los consumidores no somos conscientes de los problemas generados por la ganadería, en parte debido a la lejanía de las explotaciones con respecto a los centros de población y a la escasa visibilidad de las explotaciones intensivas. La publicidad también contribuye a la invisibilización de la problemática, ofreciendo una imagen idílica de la producción ganadera, muy alejada de la realidad. Pero esta desconexión se produce también en buena medida porque la globalización del mercado agropecuario ha posibilitado la “deslocalización” de muchos de sus impactos. Así, en los países del Sur, con mercados agrícolas liberalizados por la imposición de las políticas de la OMC y los tratados de libre comercio, se dedican enormes extensiones de tierra a monocultivos para la exportación que en gran parte están destinados a la alimentación animal en el Norte. Este modelo agroindustrial de exportación conlleva también enormes impactos ambientales: deforestación, pérdida de biodiversidad, etc, y sociales, ya que desplaza a la agricultura de autosuficiencia y erosiona gravemente la soberanía alimentaria de esos países, que necesitan a su vez de importaciones de cereales para alimentar a su población [5]. El cultivo de la soja en América del Sur, especialmente en Brasil y Argentina es el ejemplo más claro de este tipo de monocultivos industrializados.
El caso de la ganadería y la industria de fabricación de piensos en España es paradigmático de esa transferencia de los impactos a otras regiones del mundo. En nuestro país el régimen intensivo predomina en la ganadería avícola, porcina, y en el vacuno de leche mientras que el ganado vacuno de carne y el ovino se crían mayoritariamente en régimen extensivo aunque con aportes de piensos para el engorde. El sector dista mucho de ser autosuficiente, siendo muy dependiente de las importaciones de cereales y oleaginosas para la fabricación de piensos, y constituye de hecho el motor principal de las importaciones españolas de productos agrarios. Así, España importa aproximadamente el 40% de los cereales que consume y dedica a alimentación animal aproximadamente el 70% del total de los cereales que utiliza, tanto los importados como los producidos localmente. En el caso de la soja, se importa prácticamente en su totalidad, fundamentalmente de Brasil y Argentina, y se dedica a alimentación animal en más del 90%.
En conclusión, la ganadería, de forma directa o indirecta produce un impacto ambiental global enorme actuando en múltiples niveles, siendo la principal responsable de la deforestación y del avance de la frontera agrícola en el mundo. Parece claro entonces que, lejos de constituir la tragedia mediombiental de la que hablaba Bertonatti, una dieta baja en productos de origen animal tiene una huella ecológica menor con un menor impacto sobre la biodiversidad y la soberanía alimentaria a nivel global. No es necesario que toda la humanidad adopte una dieta vegana o vegetariana, pero sí es imprescindible reducir drásticamente la producción y consumo desaforado de carne, sobre todo en los países industrializados y emergentes que tienen los mayores consumos per cápita. Esta reducción debería ser promovida desde las instancias gubernamentales como parte de una estrategia que avanzase hacia una ganadería autosuficiente, integrada con los agrosistemas y acorde con la biocapacidad de los territorios. Un modelo más sostenible y menos petrodependiente que eliminara o minimizara la importación tanto de carne como de productos agrícolas destinados a la alimentación animal que destruyen los ecosistemas y la soberanía alimentaria de los países exportadores.
La adaptación a la biocapacidad de los territorios, que incluye también aspectos como la transición energética hacia fuentes renovables o la agraria hacia modelos agroecológicos, será imprescindible en un escenario futuro más que probable de disminución drástica de la energía fósil disponible. No obstante, dado el carácter insostenible del modelo agropecuario dominante , que agota los recursos y produce cada vez más residuos, el contexto en el que se realicen estas adaptaciones será más adverso cuanto más se demore su puesta en marcha, corriendo serio peligro la seguridad alimentaria de millones de personas en todo el mundo.
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Notas
[0] El autor es médico e integrante del Club de Lectura “Petra Kelly”.
[1] La ganadería intensiva se caracteriza por la estabulación del ganado al que se alimenta de alimentos enriquecidos (piensos compuestos), con explotaciones desligadas de los ecosistemas naturales o agrosistemas. Tiene una elevada producción por unidad de superficie e importantes requerimientos de capital y tecnología. Necesita de grandes aportes de energía fósil y tiene una baja eficiencia energética global. La ganadería extensiva (tradicional o convencional) es aquella en que los animales se crían en terrenos más o menos extensos que son en general ecosistemas modificados por el hombre con una producción vegetal adecuada a las necesidades del ganado, de modo que los animales se mueven en ellos buscando su alimento: pastos, rastrojos, vegetación arbustiva etc. Tiene una baja producción por unidad de superficie pero requerimientos de energía fósil mucho menores que la intensiva y una mayor eficiencia energética global.
[2] Worlwatch Institute. Is meat sustainable?
[3] FAO (2006) Livestock long shadow
[4] Guzmán. La carne: más allá del cáncer.
[5] Ferrán García. Cuando la ganadería española se come el mundo. La deuda de la soja.