El capitalismo está en nuestras entrañas.

El capitalismo está en nuestras entrañas.

Por muy anticapitalistas que nos sintamos, el capitalismo nos atraviesa. Es prácticamente imposible librarnos de él. La gran cantidad de estímulos a los que nos somete nos pone al abasto un montón de “oportunidades” que “no podemos desaprovechar”. Querer alcanzar todas, nos llevará a la ansiedad y, no conseguirlas, a la frustración. De aquí viene la ansiedad y la depresión que imperan en una sociedad que está, cada vez, más enferma.

La competitividad con nosotras mismas de “querer llegar a algo” “de querer ser algo” o la necesidad de “demostrar algo” para valorarnos o para que nos valoren, también es un patrón del capitalismo que nos atraviesa. Comparamos nuestros currículums, nuestros salarios, nuestros trabajos, nuestros proyectos personales y nuestro estilo de vida. No tenemos que demostrarle nada a nadie, tampoco a nosotras mismas. Con existir y relacionarnos sanamente debería ser suficiente.  

Como si no fuera suficiente solo con existir y ser quien somos, competimos, comparamos nuestras vidas, nuestras fotos de hiperfelicidad constante en instagram, como si tuviéramos una vida “idílica” en la que no hay cabida para el malestar. La happycracia del capitalismo también nos atraviesa. Al capitalismo no le interesa que estemos tristes o sintamos rabia. No le interesa que conectemos con nuestras emociones, con nosotras mismas ni con nuestros límites. Al capitalismo le interesan más las relaciones superficiales que las profundas; aquellas en las que impere el consumo a las que conlleven un vínculo emocional desde la vulnerabilidad. 

La felicidad constante que promeve el capitalismo se consigue a través del consumo. Consumo de ropa para estar a la moda -incluída la moda hippy y la moda punk, para sentirnos parte de algo; consumo de experiencias para mostrarlas en redes; consumo de viajes exóticos -también para mostrarlos en redes; consumo de cuerpos y de relaciones para sentirnos valoradas/os; consumo de sustancias para alienarnos de la “vida” que nos imponen… ¿Qué preferimos, lo cualitativo (calidad) o lo cuantitativo (cantidad)? 

El modelo de belleza impuesto también nos atraviesa, a todxs, pero sobre todo a nosotras. Desde pequeñas, si estamos delgadas porque estamos delgadas y si estamos gordas, porque estamos gordas y no encontramos ropa para ponernos en tiendas “normales”. No sentirnos guapas, compararnos con ideales de belleza, o incluso con nuestras amigas. Competir con ellas. Estamos en una sociedad tan superficial que solo se valora el envoltorio. Al capitalismo, de nuevo, no le interesa llegar a lo profundo.

¿Tenemos que “arreglarnos” para sentirnos guapas? No estamos rotas. “Arreglarnos” significa participar en una belleza de  consumo. En aspirar a unos ideales de belleza que, seguramente, lleven en su cara unos cuantos € de maquillaje, de depilación, de quebraderos de cabeza de “qué me pongo…”. ¿Cuánto tiempo invertimos en esto?

Existe una presión social de “tapar las canas” con tintes artificiales, “tapar las arrugas” con  cremas “antiage” ¿Cuál es el motivo de intentar tapar el paso del tiempo? Igual, plantearnos también el valor que le damos a la vejez – o experiencia de vida, como una etapa “no productiva del ciclo vital”-, sería una buena manera de plantearnos por qué se consumen “productos antiage”. 

¿Y qué pasa con los desodorantes, las colonias y los perfumes? ¿Qué hay de malo en el olor natural del cuerpo? El olor corporal tiene sus funciones en la especie humana.

La gran mayoría de los productos cosméticos, a parte de ser testados en animales, contienen DISRUPTORES ENDOCRINOS, que, cuando entran en nuestro cuerpo, se comportan como hormonas, alterando nuestro equilibrio interno. Acné, ovarios poliquísticos e incluso los tipos de cáncer hormonodependientes están relacionados con el consumo de este tipo de sustancias. 

¿Por qué demonizamos tanto lo natural frente a lo “estéticamente” correcto? ¿Cómo afecta esto en nuestra autoestima? ¿Qué imagen queremos dar? ¿Cuál es el ideal que pretendemos alcanzar? ¿Cuánto dinero invertimos en intentar alcanzar ese ideal? 

¿Y qué pasa si no cumples con ese ideal? ¿Cómo te mirarán en tu trabajo? “Te vistes así porque no vienes con ganas a trabajar”, me comentaba una amiga hace unos días… ¿Me lo estás diciendo en serio? No cumplir los modelos de belleza nos presiona a ser juzgadas en los distintos entornos en los que nos relacionamos. 

El capitalismo se ha apropiado de nuestras vidas y nuestro tiempo inculcandonos que hay un “tiempo de trabajo” y un “tiempo para el ocio de  consumo”. De lunes a viernes invertimos todo nuestro tiempo y nuestra energía en nuestra jornada laboral ansiando que llegue el fin de semana para poder “descansar”. Nos pasamos todo el año explotadas, ahogadas para llegar a fin de mes y poder disfrutar de unos días de vacaciones en el otro lado del mundo. Buscamos países más baratos que el nuestro, fomentando así la explotación, la gentrificación y el empobrecimiento -a todos los niveles- de los mismos, perpetuando el ciclo de países pobres y paíes ricos. ¿Sería necesario estipular un tiempo de ocio si realmente fueramos dueñas de nuestro tiempo? ¿Tiene sentido generar esta escisión entre el tiempo de trabajo -productivo -y el tiempo de ocio -de consumo?

Etimológicamente, trabajo provenie del latín popular tripalliare, que significa ‘atormentar, torturar con el tripallium’. En el siglo XII, la palabra designa también un tormento psicológico o un sufrimiento físico.

Trabajar es mercantilizar nuestra vida y nuestro tiempo, sin que exista un “vínculo real” con aquello con lo que estamos haciendo. Si en vez de trabajo adquiriéramosresponsabilidades sociales”, más allá del dinero, y dejáramos existir este vínculo, sentiríamos una gran liberación… Salir de este patrón establecido es arriesgado, requiere mucha conciencia y renunciar “privilegios”… El capitalismo nos tiene bien cogidos para que, cada vez, nos sea más difícil librarnos de él. Es un monstruo muy grande.

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