Los límites de la comunidad
A continuación, reproducimos el texto inicialmente publicado en la página de la Federación de Anarquistas de Gran Canaria con el permiso de lxs autorxs.
La mayoría de movimientos sociales tienden a reproducir en su discurso la idea de “crear comunidad”1. Cuando los sueños revolucionarios chocan con la realidad, también es hacia la creación de comunidades alternativas hacia dónde se dirigen las expectativas. A su vez en los ambientes revolucionarios hablamos insistentemente, pero de forma vaga, de levantar “comunidades de resistencia” (haciendo más hincapié, en las práctica, en el primer término que en el segundo). Lo hacemos sin concebir casi nunca que este mito de nuestro imaginario común también tiene sus límites. Esto no significa que lo considere algo negativo ni un elemento a desterrar, pero sí a cuestionar, a replantearnos sus aparentes certezas.
Durante el siglo XIX muchos de los primeros socialistas desarrollaron, tanto en el plano práctico como teórico, modelos comunitarios idílicos de implantación inmediata; todos fracasaron. Tanto los inspirados en Owen como en Saint Simon, Cabet o incluso el modelo más libertario de Fourier, corrieron la misma suerte. Josiah Warren, considerado el primer anarquista consciente de Norteamérica, participó en una de esas primeras comunas owenistas estadounidenses, y el resultado fue el desencanto total por su parte y abrazar un concepto individualista sobre la interactuación social que él llamaba la “desconexión”. Según su opinión, la gente era más feliz cuanto más independiente era y más libre se sentía en sus hábitos, cuanto más desconectada estaba de estructuras generales. Esto no quiere decir que Warren rechazara los lazos sociales; sólo consideraba que reglar todos los aspectos de la vida de los miembros de una comunidad conducía a la muerte de la misma.2
Muchas décadas antes que él, e incluso antes de que se dieran las primeras experiencias comunitarias utópicas decimonónicas, William Godwin ya había alertado de estos excesos. Godwin, que en su Investigación sobre la justicia política (1793) defiende precisamente un modelo de vida basado en la propiedad colectiva, considera que esta forma de propiedad no puede suponer comunalizar también usos y costumbres. Para él la propiedad común no debe significar obligatoriamente comedores, horarios, trabajos y pensamientos también comunes3. La propiedad colectiva debe inspirar, sin renunciar a los vinculos sociales, a la independencia de espíritu. Algo muy parecido defendería casi un siglo después Oscar Wilde en su ensayo El alma del hombre bajo el socialismo (1890)4.
Los experimentos comunitarios que se dieron a finales de ese siglo XIX y principios del XX también fracasaron. Estos fueron en su mayoría de corte libertario y se extendieron por Italia, España, sobre todo Francia y también los países sudamericanos más afectados por la migración europea (como Argentina o Brasil). Desde los primeros ejemplos de mano de personajes como Fortuné Henry hasta la popularización de los llamados “medios libres” que se extenderían hasta finales de la Belle Époque, los anarquistas pusieron mucho de su esfuerzo en estas experiencias. Muy pocas consiguieron asentarse en el tiempo y la mayoría se fueron destruyendo más por la acción disolvente interna que por la represión del Estado.
Uno de los ejemplos mejor documentados fue el de “La Cecilia” (1890-1894), un experimento sui géneris pero muy paradigmático hecho en su mayoría por migrantes italianos en un paraje aislado de Brasil. Explicar los pormenores de la vida comunitaria de esta comuna daría para varios artículos y no es mi intención. Baste con explicar que a nivel personal se produjeron muchas de las contradicciones de nuestros ambientes actuales, no sólo a nivel de celos y mezquindades, si no a la hora de forzar a la gente a experimentar situaciones amorosas o emocionales para las que no estaban preparadas (como si eso significara obtener algún tipo de pedigrí evolutivo revolucionario). A nivel social y económico, el egoísmo, la vagancia, la insolidaridad, el autoritarismo, también hallaron brecha. ¿Nos extraña? Una comunidad humana se compone de vicios y virtudes humanas. Ponerle el adjetivo anarquista a algo no sirve como si fuera un fetiche animista que sacudir delante de la cara para espantar a los malos espíritus.
Estamos educados como estamos y aunque hayamos querido eliminar muchas de las influencias del medio eso no quiere decir que lleguen a desaparecer del todo. Un ambiente creado con fines libertarios no puede blindarse ante la autoridad que le rodea ni depurar a golpe de decreto el autoritarismo que sus miembros llevan insertos. Y aunque se pudiera, ¿qué saldría de este espacio hermético?
Ya Élisée Reclus en su breve pero genial texto “Las colonias anarquistas” (1900) nos advertía de todas estas circunstancias. Apuntaba:
“[…] ¿Crearán los anarquistas Icarias para su uso particular del mundo burgués? Ni lo creo ni lo deseo. […] Sostenidas por el entusiasmo de algunos, por la belleza misma de la idea dominante, pudieron durar algún tiempo esas empresas, a pesar del veneno que las consumía lentamente; pero a la larga hicieron su obra los elementos disgregantes, y todo se hundió por su propio peso, sin necesidad de violencia exterior. […] El aislamiento no queda impune: el árbol que se trasplanta y que se pone bajo cristal, corre peligro de perder su savia, y el ser humano es mucho más sensible aún que la planta. La cerca puesta alrededor de sí por los límites de la colonia, es letal; se acostumbra a su estrecho medio, y de ciudadano del mundo que era, se empequeñece gradualmente a las mínimas dimensiones de un propietario; las preocupaciones del negocio colectivo que lleva entre manos, estrechan su horizonte; a la larga se convierte en un despreciable gana-dinero”5.
Estas cosas que señala Reclus ¿se diferencian en algo de lo que hemos visto en todas las comunas modernas desde las hippies en los años 60 y 70 del s.XX hasta las contemporáneas? Es imposible que algo se reproduzca siempre, de forma impepinable, porque sí.
Podríamos pensar que el problema es la gente ideologizada, que con personas libres de taras políticas sería distinto; pero no. Los problemas son exactamente los mismos; menos sofisticados a nivel retórico, pero idénticos.
La cuestión es que aún cuando consiguiéramos crear una sociedad perfecta, ¿qué ocurre con el resto de la sociedad? Aún no se ha resuelto el problema planteado por Bakunin cuando exponía que no se puede ser libre rodeados de esclavos6. Una microsociedad aislada, con un funcionamiento libertario perfecto, sería a niveles generales muy poco libertaria. Un grupo de estrechos “gana-dineros” como decía Reclus, obsesionados por sacar a flote el pequeño negocio familiar y que convertirían la comunidad en una empresa con formato de sociedad limitada. Quizás 15 personas vivan un espejismo de libertad, pero 7000 millones seguirán reptando exactamente igual que siempre.
¿Hay que eliminar toda intención de crear comunidades entonces? No va mi discurso por el lado de las aseveraciones. Recuerdo cuando Kropotkin definía la propuesta libertaria en la Enciclopedia Británica (1905) y hablaba de comunas autónomas de distintos tamaños y si se deseaba temporales. Recuerdo también la idea de las “asociaciones de egoístas”7 de Stirner. E incluso los ejemplos de vida de personajes como Thoreau que huían de las ciudades y que colocaban en sus casas solo tres sillas: “una para la soledad, la segunda para los amigos y la tercera para la sociedad”8. Ninguno sabía que depararía el futuro como no lo sabemos ninguno de nosotros. Discutir el mejor modelo basándonos en la teoría es estúpido y estéril. Sólo la práctica lo zanjará. Este texto habla por tanto de lo que la experiencia, histórica y personal, me ha demostrado.
Una comunidad, si quiere subsistir, debe evitar enredarse en lo que yo llamo “la política de lo imposible”. Hay cosas que una comunidad puede votar en asamblea por mayoría, incluso consensuar, pero si lo aprobado escapa de lo posible no se cumplirá. Votar por mayoría absoluta que mañana vamos a levitar no nos levantará un centímetro del suelo. La comunidad no puede abordar asuntos que se escapan a su control. Si acuerda, por ejemplo, un horario de ruidos tendrá que ver la predisposición real de los comunados hacia dicho acuerdo, la capacidad comunitaria de hacerlo cumplir y las consecuencias de un posible incumplimiento. Si el análisis nos indica que no hay posibilidad real de hacer cumplir lo que se ha acordado, más vale ni proponerlo. Y esto entronca con tomar decisiones sobre ética y moral y la esfera privada del domicilio y las costumbres. Por mucho que determinados hábitos molesten y desagraden, hay cosas cuyo cumplimento no puede constatarse. Y aunque se pudiera, ¿es deseable? Para conseguirlo habría que poner en marcha una repugnante y pesada maquinaria represiva semejante a la del Estado, o una labor de pedagogía y autoformación que con suerte, de funcionar, nos llevaría décadas. Hay elementos en los que la comunidad debe reconocerse, aunque sea temporalmente, incompetente.
Con respecto a los individuos que la componen o rodean la comunidad sólo puede abordar aquellos asuntos que afectan al común, que implican a la mayoría o que directamente la amenaza o pone en peligro. Mientras eso no ocurra debe inhibirse.
Sobre esto recuerdo un ejemplo ocurrido en la acampada del 15M de Las Palmas. Se hizo una asamblea promovida por la “Comisión de respeto” para ver la forma de evitar que una persona con actitudes “inconvenientes” (motivadas por abuso de drogas y problemas mentales serios) accediera a la plaza. Todas las voces hablaban de expulsión y “patrullas de control”. Cuando me tocó tomar la palabra planteé dos objeciones: primero, el dilema moral de la exclusión, de barrer bajo la alfombra aquellos problemas que nos incomodan tal y como hace esa sociedad capitalista que tanto nos desagradaba; segundo, aunque se aprobará por mayoría impedirle participar, ¿cómo llevar dicha resolución a la práctica? Una plaza es un espacio público al que no se puede impedir el acceso. ¿Crear una policía del 15M que vigilara constantemente el perímetro? Y de poner en marcha esa aberración, ¿recurrir a la violencia si el individuo cruzaba el cordón? Llamé la atención sobre el hecho de que los mismos pacifistas que censuraban la autodefensa ante las agresiones policiales aprobaran la violencia a la hora de “protegerse” de una persona acuciada por múltiples enfermedades mentales y sociales. Propuse entender la situación del aludido y proponerle, ya que le interesaba el Movimiento, alguna ocupación y forma de implicarse. Como le gustaba pintar, le propuse encargarse de diseñar la cartelería y estuvo dedicado a eso durante varias semanas, hasta poco antes del desalojo. No fue una panacea, pero los problemas de convivencia se redujeron.
Siempre habrá individuos disruptivos, elementos que sabotean desde dentro. La comunidad debe plantearse qué herramientas tiene para enfrentarse a estas situaciones y si puede aplicarlas sin convertirse en el mismo modelo autoritario que condena. Debe estudiar si el individuo es permeable a la persuasión o a la pedagogía, si se requieren medidas sancionadoras (una vía peligrosa que no conoce techo y que no se aplica con palabras9) o si hay que recurrir a la expulsión. Y, sobre todo, si tiene posibilidad de aplicar alguna de esas medidas. Debe plantearse también cuál es la proporción real de los elementos disruptivos. Una comunidad donde la mayoría sabotea ya no es una comunidad y lo mejor es abandonarla.
La comunidad10 debe dejar de verse como un ente con vida propia, suprahumano. Es sólo una estructura inánime que existe gracias a quienes la componen. Su naturaleza, si es negativa o positiva, está determinada por la calidad humana de sus componentes. Hay que contemplarla como un cuerpo que nunca es el núcleo de sí mismo; ese cuerpo se compone de células y para bien o para mal son ellas las que determinan el estado de salud o enfermedad de dicho cuerpo. El cuerpo puede eliminar una célula maligna, extirpar un cáncer, pero no puede hacerlo sin automutilarse.
La vida en comunidad es un fenómeno social que parece incuestionable; cuestionarlo sería tanto como enredarse en cuestionar si el ser humano es sociable o no por naturaleza. No me interesa ese debate desde que era adolescente. Me interesa cuestionar sólo los límites del modelo, las fronteras que no puede cruzar sin arriesgarse a morir (a morir, desgraciadamente, matando).
Después de todo lo dicho no creo conveniente, en relación a los proyecto sociales, contemplar la constitución de comunidades como un fin en sí mismo. La comunidad es un medio, para contrastar las propias teorías, para ponerlas a prueba, para hacerse fuertes, para ejercitar la convivencia, para crear estructura y tejido, para sacar músculo en la práctica cotidiana y común del día a día; todo muy importante, pero sigue siendo un medio y no una meta. Ver la creación de comunidades como nuestro fin último es como invertir todas nuestras fuerzas en arreglar un vehículo, en engrasarlo y prepararlo, en hacer de él un objeto digno de exposición, pero sin ser capaces nunca de arrancarlo, bien porque se ha convertido en un artículo decorativo inutilizado para la automoción, bien porque tenemos miedo a que se deteriore durante el viaje. Me viene a la mente el llamado “Proyecto A” promocionado por Horst Stowasser en Neustadt (Alemania) a finales del s. XX. Es un ejemplo, una demostración de capacidad, una experiencia con muchas lecciones válidas, pero verla como el objetivo sería, en mi opinión, errar el disparo. Es un proyecto que justamente representa lo que acabo de comentar: la necesidad de fortalecer la herramienta, de crear una estructura poderosa, sin darse cuenta de que se puede perder la perspectiva al transformar una parte en el todo. Es el ejemplo de lo que pasa cuando se subvierten los términos, cuando los métodos pasan a ser las finalidades y los recursos sustituyen a los objetivos. Se daba ingenuamente por sentado que el proceso revolucionario se produciría per se con sólo reforzar la red autogestionaria, que el conflicto con la autoridad vendría dado, de forma inevitable, con el propio crecimiento del proyecto. La verdad es que el poder suele tolerar cualquier proyecto paralelo mientras ocupe todo el tiempo de los implicados y no tenga la intención de interferir en el funcionamiento del status quo de forma directa. A veces hasta lo alienta, dejando que nos agotemos, que no demos solos el batacazo o que hagamos de nuestro proyecto el objetivo de nuestra vida en vez de un simple elemento para ayudarnos a cambiarla. Al final, los participantes acaban obsesionados por el buen funcionamiento del proyecto, por mantener su estabilidad, por perfeccionarlo y mantenerlo libre de alteraciones. Ya sólo interesa el proyecto en sí y para perpetuarlo se sacrifica todo, hasta la finalidad inicial que le dio vida. Los anhelos emancipadores del comienzo han desaparecido, eclipsados, y ya solo queda el propio objeto que hemos creado: el huerto, la fábrica, la comunidad, como receptáculo de todas nuestras expectativas. El medio para mejorar la vida se ha convertido en la vida misma. Debía ser un simple escalón más hacia la liberación, pero en vez de eso se convirtió en una escalera sin principio ni fin: una escalera de caracol que gira sobre sí y que acaba justo donde empieza, incapaz ya de llevarnos a ninguna parte fuera de sí misma. Un sucedáneo aceptable de la emancipación.
En consecuencia, si queremos crear comunidades, a un nivel reducido (anarquistas) o grandes comunidades de resistencia, amplias (ahora y de cara al futuro), con proyección en nuestros barrios, tenemos que quitarnos de encima la mitificación comunitaria. En común solo se pueden dirimir los asuntos que afecten al conjunto, pero tratar de regular aspectos de la esfera puramente personal o imponer patrones conductuales o prácticas colectivas que la propia comunidad no demanda, es la mejor forma de crear crispación y desafección en la comunidad. Es un fenómeno que no catalogo de positivo o negativo pero del que me he dado cuenta: cuando hemos okupado una o dos casas dentro de un edificio no okupado y los realojados han sabido adaptarse han habido pocos problemas de convivencia. Cada vecino ha sido autónomo, ha regulado su propia vida y la interactuación se ha limitado a asuntos comunes. Nadie ha interferido en la vida de nadie. Cuando hemos okupado mazanas y edificios enteros y las asambleas no han sabido limitarse a tomar decisiones sobre lo que afecta al conjunto y han tratado de cuestionar lo que cada uno hace en su casa sólo han habido fracasos y conflictos. Podríamos pensar que es una cuestión proporcional: a menor contacto menos desencuentros. Y, sin dejar de ser cierto, tiene también mucho que ver con las atribuciones de la comunidad y su tendencia a extralimitarse en pos de una perfección imposible e inalcanzable.
El anterior ejemplo es extrapolable a casi cualquier situación. En nuestro medios hablamos de comunidad como en las series y películas norteamericanas: un conjunto amorfo y superior a los individuos que lo componen. Ser un “miembro respetable de la comunidad” equivale a respetar normas cuya naturaleza y funcionalidad desconocemos, y esto no suele ser ni deseable ni bueno. Una comunidad no puede entrometerse en la dimensión puramente individual –mientras no afecte al conjunto– por mucho que le agrade o disguste lo que se mueva dentro de dicha esfera. El esfuerzo de los participantes no debe ser tanto “crear comunidad”, “sentimiento colectivo”, “pertenencia al grupo”, como reforzar el criterio propio, la capacidad de criticar y disentir. Ya he dicho en alguna ocasión que si hoy en día somos insolidarios no es por individualismo, sino por gregarismo; por adaptarnos a la insolidaridad imperante, por ser como todo el mundo. Ser solidario, sin competir ni sacar tajada, es minoritario y está mal visto. A niveles de moral superficial puede que no (“no matarás”), pero sí a nivel de moral profunda (“sé político, policía o militar y sé respetado por matar”).
En una comunidad hay que tratar de fortalecer la independencia de criterio, el querer colaborar por convicción y no por inercia, el saber llevar la contraria cuando la comunidad se equivoca. Ninguna de nuestras comunidades, ni siquiera las libertarias, han sabido hacer esto. Han tratado de forzar la uniformidad de hábitos y una armonía ficticia dada por la semejanza y no por la diferencia. Incluso hace falta individualidad para detectar pronto la muerte del proyecto, para saber cuándo se vive en una comunidad y cuándo en otra cosa impulsada por las ganas de unos pocos y lastrada por la desidia y vagancia de una mayoría. También es necesaria para detectar cuándo la comunidad se resigna con su condición de medio (para facilitar la vida de sus participantes, para armarnos de cara al acontecimiento revolucionario) y cuándo no, y se revuelve hasta convertirse en el fin de todo esfuerzo (cuando exige que se trabaje sólo por y para la comunidad y no asume ser el trampolín que nos permita transitar a otros estadios revolucionarios).
Pensar por uno mismo, saber oponerse al número, generar disenso, sentirse dueño de la propia vida, es el precio que toda comunidad humana debe estar dispuesta a pagarle a sus miembros si quiere permanecer sana, construirse con personas reales y no ser una simple abstracción ajena a los seres concretos que deberían darle vida.
La comunidad que no entienda esto corre el peligro de crear a sus propios refractarios y que se cumpla lo que anunciaba Renzo Novatore cuando avisaba de que “cualquier sociedad que construyas debe tener sus límites”11.
Ruyman Rodríguez
Notas:
1. A lo largo de este texto cuando aludo al término comunidad lo hago principalmente para referirme, más allá de su sentido general, a las comunas alternativas creadas en los margenes de la sociedad capitalista (desde las utópicas del s. XIX hasta las hippies de la segunda mitad del s. XX), que aspiran a la demostración práctica de un modelo social teórico. Tienden por tanto a la estabilidad. No confundir con las comunidades creadas en situación, buscada o no, de conflicto, desde la de los diggers ingleses del s. XVI pasado por la Revolución española de 1936 hasta experiencias más actuales como la zapatista. Estas comunidades tienden a ser de otra naturaleza, no aspiran al aislamiento y su aspecto experimental necesita más la irradiación y el contagio, el movimiento, que la conservación estática.
2. “[El gobierno de la combinación] tiende a postrar al individuo y reducirlo a mera pieza de una máquina; involucrando a otros en la responsabilidad de sus actos y responsabilizándolo a él, a su vez, por los actos y sentimientos de sus asociados; que, de esta manera, vive y actúa sin control sobre sus propios asuntos, sin poseer ninguna certeza sobre el resultado de sus acciones y casi sin un cerebro que se atreva a usar por su propia cuenta; y que, en consecuencia, nunca llega a conocer los grandes propósitos para los que la sociedad ha sido expresamente formada” (Warren, Manifiesto, 1841).
3. “[…] Nuestro sistema de propiedad igualitaria no requiere ninguna especie de superintendencia ni de coerción. No hay necesidad del trabajo en común, ni de comidas en común, ni de almacenes comunes. Estos son métodos erróneos, destinados a constreñir la conducta humana, sin atraer los espíritus. Si no podemos ganar el corazón de las gentes en favor de nuestra causa, no esperemos nada de las leyes compulsivas. Si podemos ganarlo, las leyes están demás. Ese método compulsivo armonizaba con la constitución militar de Esparta, pero es absolutamente indigno de personas que sólo se guían por los principios de la razón y de la justicia. Guardaos de reducir a los hombres a la condición de máquinas. Haced que sólo se gobiernen por su voluntad y sus convicciones. ¿Para qué han de instituirse comidas en común? ¿Acaso he de sentir hambre al mismo tiempo que mi vecino? ¿He de abandonar el museo donde trabajo, el retiro donde medito, el observatorio donde estudio, para presentarme en un edificio destinado a refectorio en lugar de comer donde y cuando lo exige mi deseo?” (Godwin, op.cit.).
4. “Con la abolición de la propiedad privada tendremos, entonces, un verdadero, hermoso, sano Individualismo” (Wilde, op.cit.).
5. Reclus, op.cit.
6. Mijaíl Bakunin, El Principio del Estado, 1871.
7. Max Stirner, El Único y su propiedad, 1845.
8. Henry David Thoreau, Walden o La vida en los bosques, 1854.
9. Esta vía abre la puerta al aforismo de Friedrich Nietszche: “quien pelea con monstruos corre el riesgo de convertirse en uno” (Más allá del bien y del mal, 1886).
10. Sus miembros más bien, pues la comunidad ni piensa ni siente ni hace nada por sí misma, es solo un agregado de individuos.
11. Renzo Novatore, “Il mio Individualismo Iconoclasta” [en Iconoclasta!], Enero de 1920.
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