
Introducción
Este texto es el resultado de una charla-debate púbica que hicimos hace unos meses en el CSOA Can Vies y de las reflexiones y discusiones surgidas entorno a ella. Hablamos aquí sobre el fenómeno del fascismo en la era del populismo, enfocado tanto desde una perspectiva tanto teórica como militante.
De entrada, «fascismo» es una palabra familiar para nosotres: la oímos constantemente en televisión y en internet, aparece en debates, documentales y obras de ficción. De hecho, es raro simpatizar con el movimiento anarquista y no haber asistido nunca a alguna charla, acto, convocatoria o acción relacionada con el antifascismo. La izquierda radical es antifascista, el anarquismo es antifascista, e incluso la socialdemocracia suele condenar al fascismo.
Sin embargo, si nos preguntamos qué es el fascismo y, sobre todo, qué lo diferencia de otras formas de autoritarismo, tanto actuales como pasadas, lo más probable es que la confusión y la duda asalten nuestro estado de ánimo.
Y eso mismo nos ocurrió a nosotres que, después de llevar unos cuantos años militando en entornos antifascistas, nos preguntamos casi por casualidad ¿De qué hablamos cuando hablamos de fascismo?
No saber la respuesta a esta pregunta nos preocupó un poco, pues es difícil luchar contra algo que sólo comprendes intuitivamente. Decidimos que era necesario investigar un poco más sobre el tema a la vez que promovíamos espacios de debate y estudio que nos ayudaran a crecer y a afilar nuestras posturas políticas y estratégicas en torno al fascismo y el antifascismo.
Lo que viene a continuación son sólo las primeras pistas, los lugares hacia donde nos ha llevado este proceso. Este texto no intenta ser académico, sólo queremos compartir con nuestres compañeres el esbozo de algunas reflexiones y, con un poco de suerte, ayudar a trazar más y mejores discusiones sobre este tipo de cuestiones en nuestros entornos.
Las diferentes perspectivas y sus aplicaciones
Para empezar a abordar la cuestión, creemos útil separar todas las acepciones del concepto fascismo en dos grandes perspectivas:
– Perspectiva historicista: Abarca las definiciones que conciben el fascismo como un fenómeno histórico concreto y no extrapolable a otras coyunturas distintas a la del momento histórico en el que surgió. Para la perspectiva historicista, el fascismo es un fenómeno única y exclusivamente histórico, anclado en un periodo temporal bien definido y diferenciado.
– Perspectivas antropológica y sociológica: conciben al fascismo como un conjunto de características aplicables en potencia a cualquier fenómeno político. Estas perspectivas estudian el fascismo como un fenómeno trans-histórico (que no depende de un momento histórico particular).
Bajo la perspectiva historicista, el fascismo puede ser ubicado en una etapa histórica determinada, que comprende desde el periodo de entreguerras en la Europa del siglo XX, hasta la caída de los regímenes fascistas tras la 2a Guerra Mundial.
Desde este punto de vista, la existencia de «nuevos fascismos» podría entenderse como anacrónica y, por ende, el uso del calificativo «fascista» sería inadecuado para hablar de movimientos surgidos con posterioridad. Así, la palabra fascismo hace referencia a movimientos capitaneados por grandes partidos de masas que empleaban rituales colectivos y un discurso sumido en la violencia, para exaltar la noción de raza y la idea totalitaria de nación, y que en el período de entreguerras del s. XX desarrollaron una alternativa política revolucionaria antidemocrática.
Por lo tanto, bajo esta perspectiva, el fascismo sería una experiencia histórica ya superada y las nuevas oleadas de «fascismo» serían herederas de ella, pero no podrían considerarse estrictamente fascistas al estar ubicadas en un contexto histórico diferente.
Si por el contrario analizamos al fascismo como un movimiento político-social transhistórico, no lo vemos ya como un peligro anclado a un período histórico pasado, sino como una posibilidad social real, constantemente presente y sin un origen fácilmente delimitable (ni tampoco un final).
La diversidad de formas que adoptó y adopta el fascismo ha llevado a intelectuales, políticos y movimientos sociales hacia la búsqueda de los ejes troncales que unen a todas sus vertientes en un movimiento político-social diferenciado del resto. Esta labor ha dado como resultado la concepción del fascismo como categoría política formada por un conjunto de características que pueden darse en cualquier momento de la historia y estar presentes en cualquier movimiento social o político.
Desde este punto de vista, el fascismo formaría parte de la amalgama de posibilidades sociales inherentes a la sociabilidad humana, convirtiéndose así en una amenaza permanentemente presente a la que vigilar, contener y destruir. La amplitud de miras que presenta esta concepción, aunque interesante, muestra un peligro cuando se aplica de una manera excesivamente laxa.
El problema de esta perspectiva es que cuando se intentan abarcar muchas experiencias bajo el la categoría fascismo, se cae en definiciones muy amplias y como consecuencia, se acaba usando de manera indiscriminada el calificativo «fascista».
De esta última concepción y de su aplicación sobre el panorama político actual se desprenden algunas cuestiones que debemos abordar.
En primer lugar, la izquierda parlamentaria utiliza la etiqueta «fascista» para descalificar a sus rivales políticos, en especial durante periodos electorales. Así, busca generar un clima de alarma social desde el cual extraer la mayor cantidad de votos posibles, a base de infundir miedo al electorado. Mediante esta táctica, algunos partidos se presentan como el único muro de contención capaz de pararle los pies al fascismo: «Votadme a mí que si no vienen ellos». Como consecuencia, la maquinaria del estado sale reforzada en forma de garante y defensora de la democracia, mientras que el antifascismo y su lucha quedan relegados al mero juego parlamentario; ocultando la realidad vivida por aquelles que se enfrentan al fascismo en la calle y tratan de eliminarlo de sus barrios y centros de trabajo día tras día.
Nuestra postura es que el fascismo no debe entenderse como realidad política anticuada, ya que, a día de hoy, podemos verlo y señalarlo tanto en la calle como en las instituciones. Tampoco debemos caer en el análisis rígido de sus causas, que en ocasiones resulta contradictorio y excesivamente genérico. Creemos útil entender esta realidad política como una posibilidad existente y viva dentro de la maraña social, política e institucional actual; que se manifiesta en una serie de propuestas políticas reales y conduce a la sociedad hacia el autoritarismo, el clasismo, el nacionalismo, el racismo y el emotivismo moral.
Así pues, en términos generales, podríamos entender como fascista toda concepción de la realidad en la que prima la existencia de una clase social por encima de las otras; dentro de un sistema basado en la explotación, fundamentado en una identidad grupal cerrada, en la discriminación de lo que se considera «el otro» y defendido mediante la aplicación sistemática de la violencia institucionalizada.
No cabe delimitar tajantemente las características de estos movimientos con el fin único de generar calificativos que los desactiven, sino analizar las condiciones políticas materiales existentes y organizar la lucha directa contra las intentonas, allá donde se encuentren, del surgimiento de esta lacra social.
Sin embargo, aunque cabe recordar la capacidad que tiene el calificativo «fascista» de convencer y movilizar a la lucha antifascista en contextos determinados, el uso de este recurso retórico es limitado y debe usarse con acierto; evitando así su desgaste y pérdida de efectividad.
Mecanismos represivos del Estado
Es preciso abordar un hecho profundamente relevante que condiciona y pone en perspectiva cómo se desarrolla el fascismo a día de hoy: la deriva autoritaria de los Estados a nivel mundial durante la última década y en concreto la situación del Estado Español.
La intensificación del control social mediante el endurecimiento de las penas de cárcel por desordenes públicos en protestas, las campañas político-mediáticas en contra de la okupación, la normalización de discursos de odio en redes sociales y tribunas parlamentarias, la militarización de las fronteras y el mayor gasto en ejército y policía, son algunos de los ejemplos que podemos nombrar como políticas fascistificadoras que se están dando en nuestra sociedad. Sin embargo, estas políticas están en ocasiones promovidas por las mismas fuerzas de izquierda que dicen luchar contra el fascismo. ¿Cómo explicamos esto?
La política burguesa se desarrolla dentro de un campo de actuación limitado por las necesidades impuestas por el capital y la necesidad que tiene el mismo de maximizar las ganancias percibidas por los dueños de los medios de producción. Su naturaleza extractivista está chocando de frente con los límites ecológicos y físicos del planeta. Situación, que está derivando en la creación de un contexto prebélico de rearme de las grandes potencias mundiales.
Este nuevo contexto impone unas necesidades a los dirigentes del capital, que no solo deben actuar contra los capitales externos, sino que además deben silenciar y desarticular las intentonas del «enemigo interno» que tratará de no morir entre guerras y mundos en colapso. Para ello, fortalecer los mecanismos de control social violentos será cada vez más necesario, generando así un proceso de fascificación de la sociedad.
A lo largo de este proceso estamos viendo cómo políticas sociales a gran y pequeña escala, promulgadas por gobernantes autoconsagrades como defensores de la democracia, paradójicamente adoptan una deriva fascistoide. Ante este contexto aparentemente contradictorio, volvemos a insistir en el hecho de que los estados capitalistas necesitan de elementos y políticas fascistizantes para asegurar el funcionamiento del sistema. El recrudecimiento de estos métodos violentos de control social no presupone una salida del camino marcado, sino la confirmación de que el sistema tratará de prevalecer por encima de cualquier otra alternativa, desplegando y fortaleciendo la violencia que siempre ha tenido en sus manos.
Violencia que fue esencial en su creación y sigue siéndolo para su correcto funcionamiento.
El contexto populista
Cabe destacar que estas políticas solo son posibles porque el espacio de la política, institucional y no institucional, está fuertemente contaminado por un fenómeno que durante décadas se ha ido consolidando como sustrato de cualquier accionar político. Nos referimos al fenómeno del populismo.
¿Pero qué es el populismo?
A menudo se usa el concepto como un cajón de sastre donde meter las experiencias políticas y discursos que, o bien no cuadran con el binomio clásico europeo de derecha/izquierda, liberalismo/socialismo, o bien se alejan de las manifestaciones políticas tradicionales relacionadas con el ejercicio de presión al aparato gubernamental y la política parlamentaria. Así entran dentro de la categoría de populismo experiencias políticas tan dispares como el 15M, el movimiento antimascarillas durante la pandemia de la COVID y el movimiento de los chalecos amarillos. También podrían considerarse populistas partidos políticos situados a las antípodas del espectro ideológico institucional, como lo serían Podemos y Vox.
Ante la amplitud de realidades que intenta englobar esta definición de populismo, vemos necesario acotar un poco más el término y buscar qué características comparten las experiencias que muches están metiendo dentro del cajón del populismo. Si las diseccionamos un poco, vemos que todas ellas comparten ciertas características más allá del rechazo a las formas tradicionales de hacer política.
El elemento más claro que tienen en común, quizás sea el uso del «pueblo» como sujeto político al que se dirigen sus políticas y discursos. Este «pueblo» conserva siempre cierta ambigüedad sociológica y no se define tanto por condiciones materiales concretas, sino apelando a la identidad grupal, a las emociones y a la moral.
A este pueblo intrínsecamente bueno, que es conformado por la mayoría de la sociedad, se le opone una élite conformada por una minoría intrínsecamente mala que gobierna a la sociedad desde las sombras, con el fin de mantener sus intereses egoístas en detrimento de los intereses del pueblo.
El populismo de derechas suele centrar sus esfuerzos en rescatar una identidad política e identificarla con el pueblo amenazado por las elites progresistas.
El populismo de izquierdas, en cambio, suele presentar problemas sociales complejos en forma de una simple lucha entre el pueblo pobre, inocente, humilde y trabajador, contra las elites ricas, derrochadoras y despóticas.
Esta forma de entender la sociedad, dividiéndola en buenos y malos, imposibilita cualquier análisis político material y dificulta la claridad ideológica de los actores y sus propuestas políticas. Ya que estas, si no hablan el lenguaje populista, rápidamente son tildadas de elitistas o doctrinarias.
Las experiencias políticas populistas también tienen en común el uso de una estrategia comunicativa transgresora, directa y espectacular. Suelen ir en contra del status quo y sobre todo de la sensatez y la racionalidad de las que se abandera la política tradicional. Se saltan los códigos de la sociedad y hablan directamente al «pueblo», en un lenguaje estridente que al presentarse como próximo, accesible y desinhibido, rápidamente se identifica con el que debería utilizar el ciudadano medio, si no quiere que se le considere parte de la élite corrupta gobernante.
Gracias a estos elementos, los agentes políticos populistas consiguen el apoyo de gran parte de la población. Aún así, esta forma de conseguir apoyos tiene unos límites muy claros: la masa social que apoya a este tipo de iniciativas no suele tener demasiada cultura política y aunque es fácil de movilizar, también es susceptible de ser cooptada por otras iniciativas populistas del signo contrario. Esto sucede sobre todo cuando las promesas con las que se intenta canalizar el descontento y mediante las cuales se consigue el apoyo y la movilización de las masas, no se cumplen. En esta situación, es muy probable que otra iniciativa populista aproveche para sus propios fines los restos de la fuerza social de la iniciativa anterior.
Otra limitación del populismo como método de movilización es que no genera movimientos sociales reales más allá de manifestaciones esporádicas de descontento o de aprobación. Además, cuando estas manifestaciones se dan, suelen ser bastante incontrolables y a veces llevan al movimiento a lugares muy frikis, alejados de la propuesta inicial que tenían les instigadores del movimiento.
Paradójicamente, esta falta de solidez, propia de los movimientos sociales populistas, conforma una de sus estrategias políticas más características. El populismo solo se dedica a movilizar a las masas con discursos incendiarios y polarizantes. No tiene la más mínima intención de crear movimientos de base autónomos o de formar a militantes que provengan de las masas a las que apela. En él encontramos una clara diferenciación, que raramente se quiebra, entre dirigentes políticos y masa movilizada.
Durante las últimas tres décadas, el populismo, en todas sus formas posibles, ha pasado de ser una opción con sus virtudes y defectos, a convertirse en la norma. El populismo ya no es una estrategia política, sino la estrategia política.
En la actualidad es muy difícil convertirse en un agente político relevante sin usar alguna de las estrategias populistas. Así, podríamos decir que ha devenido hegemónico y se ha convertido en un contexto social en sí mismo. Ahora ya no se trata de si cierto partido o movimiento es o no populista, ya que al convertirse en un elemento esencial del sustrato político, toda iniciativa política actual tendrá alguna característica susceptible a ser tratada de populista.
El populismo en la extrema derecha y los movimientos sociales
En este contexto político, la ultraderecha se mueve como pez en el agua. Ésta, tanto en su vertiente más conservadora, como en su vertiente revolucionaria (el fascismo), siempre se ha servido del populismo como estrategia para alcanzar sus fines. Por otro lado, a la izquierda le cuesta mucho más tener éxito en el marco populista. Quizás uno de los principales motivos es que para la extrema derecha no supone una contradicción entre medios y fines, mientras que sí encontramos este problema en la izquierda populista.
Para que una política de izquierda radical funcione, es necesario que su base social, tarde o temprano y en mayor o menor medida, gane cierto grado de autonomía frente a la vanguardia dirigente. Se necesita que, o bien desde el principio las políticas sean impulsadas desde la base y se vaya conformando una cultura política en la que la mayor parte de les participantes del movimiento sean parte del proceso de toma de decisiones y estén preparades para ello, o bien que la vanguardia tenga un plan para capacitar a su base social y llegado el momento, esté preparada para transferirle gran parte de la responsabilidad en la elaboración y toma de decisiones.
Esta transferencia de poder, que va desde les dirigentes a la base, es muy difícil de conseguir dentro de una propuesta política populista, pues el cuerpo social que crea no tiene las herramientas suficientes para independizarse de sus dirigentes.
La derecha, en cambio, nunca necesita que su base social tome las riendas del movimiento; el fin de toda propuesta política derechista es mantener una sociedad en la que haya una clara distinción entre las clases dirigentes y las gobernades y para conseguirlo, los métodos populistas suponen el medio perfecto.
Por estos motivos, creemos que para la izquierda radical el contexto populista supone una limitación, mientras que para la ultraderecha se convierte en una de sus principales bazas.
Esta situación, además de allanar el terreno a la ultraderecha, también ha desdibujado los márgenes ideológicos que separan a los agentes políticos. La necesaria ambigüedad del lenguaje populista ha tenido como consecuencia que las ideologías políticas se conviertan en un recurso retórico más. Palabras como libertad, fascismo, socialismo o anarquismo, ya no significan gran cosa en este contexto y sólo se usan como identidades a reivindicar o rechazar.
Si las ideologías se convierten en identidades vacías, estas pueden ser rellenadas por cualquier tipo de contenido y es en este contexto, donde se desarrolla la fascistificación de la sociedad que estamos viviendo. Éste se trata de un proceso enmarcado en el contexto político del populismo, dónde cada vez más agentes políticos que no se consideran fascistas, o que al menos, no se presentan como tal, promueven políticas ultraconservadoras que se aproximan progresivamente a algunas experiencias del fascismo histórico.
Vemos por tanto adecuado y necesario señalar la existencia de métodos, tácticas y políticas fascistas dentro de discursos, movimientos y partidos políticos que a priori podrían no presentarse como fascistas. Algunos ejemplos actuales serían: el Plan Endreça, Frontex, el nuevo Pacto Europeo de Migraciones y Asilo (PEMA), el aumento del gasto en industria militar y las FFCC de seguridad del estado, el apoyo al genocidio en Palestina y el reciente aumento de la pena de cárcel por desordenes públicos y hurtos.
Esta situación además nos hace remarcar nuestra postura de no considerar la vía parlamentaria como una forma de organización social capaz de liberar o permitir el libre desarrollo de las personas que dice defender, y de ver la necesidad de romper con el contexto populista.
Para acabar tanto con este proceso de fascistificación de la sociedad, como con el contexto populista que lo acoge, creemos que la solución se encuentra en generar políticas ideológicamente claras que no sólo defiendan los intereses de las personas desposeídas, sino que generen un movimiento social en el que poco a poco estas sean capaces de defenderse de los constantes ataques del capitalismo y se conviertan en agentes políticos capaces de autoorganizarse para construir un mundo sin fronteras, sin cárceles, sin policías ni militares; sin gobernantes ni gobernades. Un mundo sin estados.
Ya que sólo en un mundo así podremos guardar definitivamente al fascismo en el cajón de la historia.
-La Bretxa-