Silvia Federici. Reencantar el mundo. Capítulo 7

COMUNES CONTRA Y MÁS ALLÁ DEL CAPITALISMO
con George Caffentzis

En nuestra opinión, no podemos decir simplemente «No hay comunes sin comunidad». También tenemos que decir «No hay comunes sin economía», en el sentido de oikonomia, es decir, la reproducción de los seres humanos en el marco del hogar social y natural. Así pues, la reinvención de los comunes va ligada a la reinvención de la economía comunal y basada en los comunes.
Maria Mies y Veronika Benholdt-Thomsen,
The Subsistence Perspective

En nuestro tiempo, los comunes han terminado siendo omnipresentes en el lenguaje político, económico e incluso inmobiliario. A izquierda o a derecha, neoliberales o neokeynesianos, conservadores o anarquistas, todos emplean el concepto en sus intervenciones políticas. El Banco Mundial lo ha adoptado y, desde abril de 2012, exige que todas las investigaciones realizadas en la institución o financiadas mediante alguna de sus becas sean de «acceso libre bajo licencias de derecho de autor Creative Commons, un organismo sin ánimo de lucro cuyas licencias están diseñadas para adaptarse al mayor acceso a la información que brinda Internet»1. Hasta uno de los gigantes del neoliberalismo, el semanario The Economist, ha demostrado tener debilidad por ellos, como demuestran los elogios que dirige a Elinor Ostrom, decana de los estudios sobre los comunes y crítica del totalitarismo de mercado, tal y como indica el panegírico que le dedica el medio en su obituario:

Para Elinor Ostrom, el mundo parecía abundar en sentido común. Si se les deja a su libre albedrío, los seres humanos averiguarían formas racionales de sobrevivir y convivir. Aunque las tierras cultivables, los bosques, el agua dulce y las pesquerías fueran todas ellas finitas, es posible compartirlas sin agotarlas y cuidarlas sin pelearse. Mientras los demás describían con pesimismo la tragedia de los comunes y solo eran capaces de imaginarlos como una barra libre para la codicia que provocaría la sobrepesca y el sobrecultivo, Ostrom, con su llamativa carcajada y sus blusas, todavía más llamativas, dibujó un paisaje alegre e inconformista2.

También cuesta ignorar cómo se ha prodigado el uso de los términos «común» o «bienes comunes» en el discurso inmobiliario de los campus universitarios, centros comerciales y comunidades cerradas. Las universidades de élite, que cuestan al estudiante 50.000 dólares al año, llaman a sus bibliotecas «centros comunes de la información». Es casi una ley de la sociedad contemporánea: cuanto más se ataca a los comunes, más se celebran. En este ensayo, examinamos las razones que fundamentan estos fenómenos y respondemos a algunas de las principales cuestiones a las que se enfrentan los comuneros anticapitalistas de hoy en día: ¿a qué nos referimos cuando hablamos de «bienes comunes anticapitalistas»? A partir de los bienes comunes que hemos creado con nuestras luchas, ¿cómo podemos idear un nuevo modo de producción que deje de basarse en la explotación de la mano de obra? ¿Cómo podemos evitar que, en lugar de constituirse en alternativa al capitalismo, la clase capitalista en declive se apropie de los bienes comunes y los convierta en plataformas desde las que volver a acumular su fortuna?

HISTORIA, CAPITALISMO Y COMUNES

Vamos a empezar por ofrecer una perspectiva histórica de los comunes, sin dejar de tener en cuenta que la historia en sí misma es un bien común, incluso aunque revele de qué distintas formas se nos ha dividido, porque la historia está narrada por múltiples voces. La historia es nuestra memoria colectiva, una extensión de nuestro cuerpo, que nos conecta con un vasto territorio de luchas que da sentido y potencia nuestra práctica política.

La historia nos enseña que la comunalización es el principio que han seguido los seres humanos para organizar su existencia en la tierra durante miles de años. Como nos recuerda Peter Linebaugh, apenas ha habido sociedades donde lo común no esté en su seno3. Incluso hoy en día, los sistemas de propiedad comunales y las relaciones sociales comunalizadoras siguen existiendo en muchos lugares del mundo, especialmente entre los pueblos nativos de América Latina, África y Asia.

Cuando hablamos de bienes comunes, no estamos entonces hablando únicamente de una realidad particular o de una serie de experimentos a pequeña escala, como las comunas rurales de la década de 1960 en el norte de California, por muy importantes que hayan sido4. Nos referimos a formaciones sociales de gran escala, que en algún momento ocupaban todo un continente, como las redes de comunes de la América precolonial, que se extendían desde la actual Chile hasta Nicaragua o Texas, conectadas por una inmensa matriz de intercambios que incluían los dones y el intercambio. En África también han resistido hasta hoy los sistemas de propiedad comunal de la tierra, a pesar de la oleada nunca vista de «acaparamientos de tierras»5. En Inglaterra, las tierras comunes siguieron teniendo importancia como factor económico hasta comienzos del siglo xx . Linebaugh calcula que, en 1688, una cuarta parte del territorio de Inglaterra y Gales eran tierras comunes6. Según se afirma en la undécima edición de la Encyclopaedia Britannica, tras más de dos siglos de cercamientos, que supusieron la privatización de millones de hectáreas de tierra, las tierras comunes que quedaban en 1911 sumaban entre 600 mil y 800 mil hectáreas, apenas el 5 % del territorio inglés. A finales del siglo xx , las tierras comunes seguían ocupando un 3 % del territorio7.

Estas consideraciones son importantes, pero no porque queramos inspirarnos en el pasado para moldear nuestro concepto de los comunes ni sus prácticas. No vamos a construir una sociedad alternativa sobre la base de la nostalgia y la vuelta a formas sociales que ya han demostrado que no pueden resistir los ataques a los que las someten las relaciones capitalistas. Los nuevos bienes comunes deberán ser el producto de nuestra lucha. Mirar, sin embargo, hacia atrás nos permite rebatir la afirmación de que la sociedad de los bienes comunes que proponemos es utópica o un proyecto que solo pueden llevar a cabo pequeños grupos: los comunes son un marco político desde el que podemos pensar en las alternativas al capitalismo.

Los comunes han existido durante miles de años y los elementos de una sociedad basada en lo común nos siguen acompañando, aunque estén sometidos a un ataque constante que, en los últimos tiempos, se ha intensificado. El desarrollo capitalista requiere la destrucción de las propiedades y las relaciones comunales. Marx habló de «acumulación primitiva» para referirse a los «cercamientos» de los siglos XVI y XVII , que expulsaron de la tierra al campesinado europeo ―hecho que da lugar al nacimiento de la sociedad capitalista moderna―. Pero ya sabemos que este no fue un hecho aislado, circunscrito en el espacio y en el tiempo, sino un proceso que se ha desarrollado durante siglos y que continúa teniendo lugar en el presente. La acumulación primitiva o, mejor dicho, originaria, es la estrategia que emplea la clase capitalista cada vez que hay una crisis, ya que explotar a los trabajadores y expandir la mano de obra disponible para ser explotada son los métodos más eficaces para restablecer el «equilibrio adecuado de poder» e imponerse en la lucha de clases.

Esta estrategia se ha desarrollado al extremo y se ha normalizado en la era del neoliberalismo y la globalización, haciendo de la acumulación primitiva y la privatización de la commonwealth [riqueza común] un proceso permanente, que ahora se extiende a cada área y faceta de nuestra existencia. No solo se apropia de las tierras, los bosques y las pesquerías para uso comercial, en lo que se asemeja a un nuevo «acaparamiento de tierras» de proporciones nunca vistas; ahora vivimos en un mundo en el que todo, desde el agua que bebemos hasta las células y el genoma de nuestros cuerpos, tiene un precio o están sometidos a una patente. Y no se escatiman esfuerzos para garantizar que las empresas tengan derecho a cercar todos los espacios abiertos que quedan en la tierra y obligarnos a pagar por acceder a ellos. De Nueva Delhi a Nueva York, de Lagos a Los Ángeles, el espacio urbano se está privatizando. La venta ambulante, sentarse en la acera, tirarse en la playa sin pagar, están siendo prohibidos. Se embalsan los ríos, se talan los bosques, se embotella el agua de fuentes y acuíferos para venderla en el supermercado, se saquean los sistemas tradicionales de conocimiento mediante leyes de propiedad intelectual y las escuelas públicas se convierten en empresas comerciales. Por eso la idea de lo común tiene tanto atractivo en nuestra imaginación colectiva; su pérdida nos hace más conscientes del significado de su existencia y aviva nuestro deseo de saber más sobre ellos.

COMUNES Y LUCHA DE CLASES

A pesar de todos los ataques que han sufrido, los comunes no han dejado de existir. Como explica Massimo De Angelis, siempre ha habido comunes «fuera» del capitalismo que han tenido un papel clave en la lucha de clases, que han nutrido tanto la imaginación utopista / radical como los cuerpos de muchos comuneros8. Las sociedades de apoyo mutuo organizadas por los obreros, que más adelante fueron desplazadas por el Estado de bienestar, son ejemplos clave de ese «afuera»9. Para nosotros tiene más importancia el hecho de que continuamente se están creando nuevos tipos de comunes. Desde el movimiento por el software libre hasta el movimiento de la economía social y solidaria, está naciendo todo un mundo de nuevas relaciones sociales basadas en el principio del compartir comunal10, impulsado por la certeza de que lo único que nos tiene reservado el capitalismo es más trabajo, más guerras, más miseria y más divisiones. En efecto, en esta época de crisis permanente y ataques constantes a nuestro empleo, salario y espacios sociales, la construcción de los bienes comunes se está volviendo un medio de supervivencia necesario. No es casualidad que en Grecia hayan aparecido varios sistemas de apoyo mutuo durante los últimos años, donde las pensiones se han reducido una media de un 30 % y el desempleo ha ascendido al 50 % entre la juventud; se han creado servicios sanitarios gratuitos, algunos campesinos han organizado distribuciones gratuitas de alimentos en los centros urbanos y los electricistas han «arreglado» los cables que las proveedoras eléctricas han cortado por falta de pago.

Sin embargo, debemos resaltar que las iniciativas comunalizadoras que vemos proliferar a nuestro alrededor ―los bancos de tiempo, las huertas urbanas, la agricultura sostenida por la comunidad, las cooperativas de consumo, las monedas locales, las licencias Creative Commons, las prácticas de trueque, el intercambio de información― son algo más que diques de contención contra el asalto neoliberal a nuestros medios de subsistencia. Son experimentos de autosuficiencia y las simientes de un modo de producción alternativo en pleno proceso de creación. Así es como deberíamos considerar también los movimientos de okupación que se han formado en muchas periferias urbanas de todo el mundo desde la década de 1980, que son producto de las expropiaciones de tierras pero también son la muestra de que existe una población creciente de habitantes urbanos «desconectados» de la economía global formal y que está organizando su reproducción fuera del control del Estado y el mercado11. Como indica Raúl Zibechi, estas ocupaciones de tierras urbanas se entienden mejor si se ven como un «planeta de bienes comunes» en el que las personas ejercen su «derecho a la ciudad»12 en lugar de como lo describe Mike Davis un «planeta de ciudades miseria»13.

La resistencia de los pueblos indígenas de América frente a la progresiva privatización de sus tierras ha dado un nuevo impulso a la lucha por los bienes comunes. Si bien la demanda zapatista de una nueva constitución que reconociera la propiedad colectiva ha quedado desatendida, en Venezuela el derecho de los pueblos nativos a utilizar los recursos naturales que hay en sus territorios ha sido reconocido en la nueva constitución de 1999. También en Bolivia, en 2009, se aprobó una nueva constitución que reconoce la propiedad comunal. Al citar estos ejemplos, no estamos proponiendo confiar en el aparato legal del Estado para promover la sociedad de los bienes comunes que reivindicamos, lo cual sería contradictorio, sino resaltar con qué fuerza se exige desde abajo que se creen nuevas formas de sociabilidad y abastecimiento controladas por la comunidad y organizadas según el principio de la cooperación social.

COOPTAR Y CERRAR LOS COMUNES

A la vista de los acontecimientos, nuestra tarea es comprender cómo podemos conectar estas distintas realidades y, sobre todo, cómo podemos asegurarnos de que los comunes que producimos sean realmente transformadores para nuestras relaciones sociales. En efecto, tenemos comunes de los que el Estado se ha apropiado, otros comunes son cerrados, de acceso controlado, son comunes «tras la verja» y otros incluso producen mercancías y están, en definitiva, bajo el control del mercado.

Veamos dos comunes que han sido apropiados. Desde hace años, parte de la clase dominante capitalista internacional (especialmente el Banco Mundial) promueve un plan privatizador más blando que apela al principio de los comunes. Con la excusa de proteger los «comunes globales», por ejemplo, el Banco Mundial ha expulsado de la selva a los pueblos que han vivido allí durante generaciones para dar acceso a quienes pueden pagarlo, arguyendo que el mercado (en forma de parque lúdico o zona ecoturística) es el mejor instrumento de conservación14. La ONU también defiende el derecho a gestionar el acceso a los recursos mundiales, como la atmósfera, los océanos o la selva amazónica, una vez más con la excusa de preservar «la herencia común de la humanidad».

El comunalismo forma parte de la jerga empleada por los gobiernos para reclutar trabajadores voluntarios. Por ejemplo, el programa Big Society, propuesto por el antiguo primer ministro británico David Cameron, pretendía captar la energía de la gente para una serie de programas de voluntariado que supuestamente venían a compensar los recortes en los servicios sociales impuestos a consecuencia de la crisis. La ruptura ideológica de la Big Society con la tradición introducida por Margaret Thatcher en la década de 1980 ―cuando proclamó que «la sociedad no existe» para seguidamente eliminar hasta los vasos de leche que se daba a los niños como almuerzo en la escuela―, se manifiesta ahora en una serie de leyes, entre las que está la Public Services (Social Value) Act [Ley de servicios públicos (valor social)]. Mediante esta legislación, se indica a las instituciones subvencionadas por el gobierno (desde las guarderías hasta las bibliotecas y las clínicas) que deben reclutar a artistas locales y jóvenes para que participen en actividades que incrementen el «valor social», definido como la contribución a la cohesión social y la reducción del coste de la reproducción social. Dicho de otro modo, las organizaciones sin ánimo de lucro que ofrezcan programas para la tercera edad podrían obtener financiación del gobierno si logran demostrar que generan cohesión y «valor social», lo que se establece según una aritmética especial que tiene en cuenta las ventajas de una sociedad sostenible desde el punto de vista social y medioambiental insertada en una economía capitalista15. Así es como las iniciativas comunales para crear formas de existencia solidarias y cooperativas ajenas al control del mercado son subsumidas en un programa que pretende abaratar los costes de la reproducción social y contribuir a la aceleración del despido de los empleados públicos.

Estos son dos ejemplos de Estados (nacionales y globales) que utilizan la forma de lo común para alcanzar objetivos no comunales. Pero existe un amplio espectro de comunes (desde las comunidades residenciales cerradas hasta ciertas entidades de custodia del territorio y cooperativas de vivienda, pasando por las cooperativas de consumo) en los que sus miembros comparten el acceso a los recursos comunes de manera equitativa y democrática pero son indiferentes, o incluso hostiles, a los intereses de los «forasteros». A estos comunes los llamamos comunes «cerrados» y consideramos que son bastante compatibles con las relaciones capitalistas. De hecho, muchos de ellos funcionan como corporaciones en las que los comuneros son una especie de accionistas. Constituyen un sector de las instituciones en rápido crecimiento que se consideran a sí mismas comunes.
Esta clase de comunes surgen de la asunción de que en este periodo neoliberal, en el que triunfa la ideología de mercado, es muy importante que cada cual se proteja de sus «fallos» y sus «catástrofes». Los comunes pueden reforzar nuestro poder colectivo para interferir en los mercados. Así pues, muchas comunidades «cerradas» tienen piscina común, campo de golf, biblioteca, taller de carpintería, teatro o aula de informática. Los comuneros «cerrados» comparten recursos que resultarían difíciles, caros o imposibles de comprar y disfrutar para una sola persona. Pero estos recursos se guardan celosamente para que no los usen los «forasteros», especialmente aquellos que no podrían pagar la a menudo cuantiosa cuota que permite participar en el común.

Un ejemplo de bien común «cerrado» son las cooperativas de vivienda. En Estados Unidos existe más de un millón de unidades habitacionales organizadas en cooperativa. Aunque la mayoría de ellas siguen los principios de los comunes para sus «accionistas», en muchos casos están obligadas por ley a atender exclusivamente sus intereses económicos. Su cooperación se limita al plano instrumental y en raras ocasiones asume un carácter transformador.

Todos estos comunes «cerrados» cubren las necesidades básicas (alimentación, alojamiento y entretenimiento) de millones de personas cada día. Así es el poder de la acción colectiva; pero no construyen relaciones sociales diferentes. De hecho, puede que profundicen las divisiones raciales y de clase.

COMUNES PRODUCTORES DE MERCANCÍAS

Junto a los comunes cerrados están también los comunes que producen para el mercado. Un ejemplo clásico son las praderas alpinas sin cerco de Suiza, que todos los veranos se convierten en campos de pasto para las vacas lecheras que surten de leche a la industria láctea; la gestión de las praderas recae en las asambleas de productores lácteos. Ciertamente, Garrett Hardin no habría podido escribir su «tragedia de los comunes» si hubiera analizado cómo llegaba el queso suizo hasta su nevera16.

Otro ejemplo de procomún que produce para el mercado y que se cita con frecuencia es el de los más de mil pescadores de langostas de Maine, que operan en una extensión de cientos de millas de aguas litorales, en las que cada año viven, se reproducen y mueren millones de langostas. Hace más de un siglo, los pescadores organizaron un sistema comunal para compartir la captura de las langostas que se basaba en dos acuerdos: la división de la costa en cuatro zonas independientes, cada una de ellas administrada por «cuadrillas» locales, y la autolimitación en la cantidad de langostas que se pueden capturar. Este proceso no siempre ha sido pacífico. Los habitantes de Maine se enorgullecen de ser rudos e individualistas y, en ocasiones, se han roto los acuerdos alcanzados entre las distintas «cuadrillas». En esos casos, la violencia ha hecho aparición en la batalla competitiva por ampliar las zonas de pesca asignadas o para acabar con los límites de captura. Pero los pescadores no han tardado mucho en aprender que esas luchas aniquilaban la población de langostas y, con el tiempo, han terminado por restablecer el régimen comunal17.

Hasta el departamento responsable de la pesca en el estado de Maine acepta ahora esta forma de pesca basada en el procomún, que durante años ha estado prohibida en tanto vulneraba la legislación antimonopolio. Una de las razones de este cambio de actitud oficial ha sido el contraste entre el estado de los caladeros de langosta y los de los peces de fondo (bacalao, eglefino, platija y especies similares) en el golfo de Maine y en Georges Bank, un banco de arena situado donde el golfo se abre al océano. Mientras en el último cuarto de siglo el primero ha conseguido ser sostenible de manera duradera (incluso en varias épocas de serias estrecheces económicas), las distintas especies de peces de fondo han sufrido sobrepesca de manera periódica desde los años noventa, forzando una veda en el caladero de Georges Bank que se ha prolongado durante años18. El fondo de la cuestión es: (1) la diferencia entre la tecnología que se emplea en la pesca de peces de fondo y la que se emplea en la de la langosta y, sobre todo, (2) la diferencia en los lugares en los que se realiza la captura. La pesca de la langosta tiene la ventaja de que los recursos comunes se encuentran cerca de la costa y dentro de las aguas territoriales del estado. Esto hace posible demarcar las zonas que corresponden a las cuadrillas locales, mientras que las aguas profundas de Georges Bank no se prestan tan fácilmente al reparto. El hecho de que Georges Bank se encuentre fuera del límite territorial de las 20 millas también permitió hasta el año 1977, en el que los límites territoriales se extendieron a 200 millas, que los pescadores de otras zonas pudieran pescar allí con sus grandes arrastreros. Antes de 1977 no se les podía echar de allí, lo que contribuyó enormemente a agotar el caladero. Por último, la tecnología más bien arcaica que emplean de manera generalizada los pescadores de langostas desalienta la competitividad.

En cambio, el «perfeccionamiento» de la tecnología empleada en la pesca de peces de fondo ―«mejores» redes y equipos electrónicos que detectan los peces de forma más «eficaz»― ha hecho estragos en un sector que se organiza según el principio de acceso abierto (quien tenga un barco puede pescar). La presencia de tecnología de detección y captura más avanzada y barata se ha topado con la organización competitiva del sector, que se regía por el lema: «Todos contra todos y la naturaleza contra todos nosotros», lo que ha terminado culminando en la «tragedia de los comunes» vaticinada por Hardin en 1968.

Esta contradicción no ha afectado solo a la pesca de fondo de Maine; ha alcanzado a las comunidades pesqueras de todo el planeta, que ahora se ven progresivamente desplazadas por la industrialización de la pesca y el poder hegemónico de los grandes arrastreros, cuyas redes esquilman los océanos19. Los pescadores de la Isla de Terranova se han enfrentado a una situación similar a la de Georges Bank con resultados desastrosos para el sustento de sus comunidades.

El procomún de la langosta es una alternativa significativa a la lógica de la competición. Al mismo tiempo, está insertado en el mercado internacional del pescado, que determina su destino en última instancia. Si el mercado de la langosta colapsa o el estado decide permitir la perforación petrolera en la costa del golfo de Maine, el procomún de la langosta se disolverá, al no tener autonomía respecto de las relaciones de mercado.

DEFINIR LOS COMUNES

La existencia de comunes «cerrados» y comunes que producen mercancías demuestra que hay muchas formas de comunes y nos reta a observar qué aspectos de las prácticas de creación del común se identifican como ajenas al Estado y el mercado, y cuáles son los principios de una organización social alternativa al capitalismo. Con este fin, y teniendo en mente las recomendaciones de Massimo De Angelis acerca de establecer «modelos» de comunes20, proponemos algunos criterios extraídos de las conversaciones mantenidas con otros compañeros y las prácticas que hemos conocido durante nuestra actividad política:

  1. Contribuir a la construcción de nuevos modos de producción a largo plazo; los comunes deben ser espacios autónomos y aspirar a superar las divisiones que existen entre nosotros, así como a desarrollar las habilidades necesarias para el autogobierno. Lo que vemos hoy son solo retazos de la nueva sociedad que podría ser, del mismo modo que podemos identificar retazos del capitalismo en centros urbanos como, por ejemplo, Florencia en la Europa medieval tardía, donde ya a mediados del siglo XIV había grandes concentraciones de obreros en la industria textil.
  2. Los comunes se definen por la existencia de una propiedad compartida, en forma de riqueza natural o social compartida ―tierras, aguas, bosques, sistemas de conocimiento, aptitudes para cuidar― para el uso de todos los comuneros, sin distinción alguna, pero que no están a la venta. El acceso equitativo a los medios de (re)producción necesarios debe ser el fundamento de la vida en común. Esto es importante porque la existencia de relaciones jerárquicas hace que los bienes comunes estén más expuestos al cercamiento.
  3. Los comunes no son cosas, son relaciones sociales. Por esta razón hay quienes (como Peter Linebaugh) prefieren hablar de commoning [comunalización, hacer-común, creación de procomún], un término que no enfatiza la riqueza material compartida sino el acto de compartir en sí y los vínculos de solidaridad que se crean en el proceso21. La comunalización es una práctica considerada ineficiente desde el punto de vista capitalista. Es la voluntad de dedicar mucho tiempo al trabajo de cooperar, debatir, negociar y aprender a llevar los conflictos y desacuerdos. Pero solo de este modo se puede construir una comunidad en la que las personas comprendan que la interdependencia es esencial.
  4. El funcionamiento de los comunes se basa en el establecimiento de regulaciones, que estipulan cómo se va a emplear la riqueza común y cómo se va a cuidar de ella, es decir, cuáles deberían ser los derechos y obligaciones de los comuneros.
  5. Los comunes requieren una comunidad, según el principio «sin comunidad no hay comunes». Por eso no podemos hablar de «comunes globales», un concepto que presume la existencia de una colectividad global.

En nombre de la protección de los «comunes globales» y el «patrimonio común de la humanidad», el Banco Mundial ha lanzado una nueva ronda de privatizaciones con la que está expulsando a los pueblos de las selvas en las que han vivido durante generaciones22. En efecto, el Banco Mundial ha asumido el papel de representante de la colectividad global, porque forma parte del sistema de las Naciones Unidas establecido tras la Segunda Guerra Mundial para representar el capitalismo colectivo en todas sus variedades (incluyendo las versiones estatistas de la Unión Soviética y la República Popular de China). La ONU no se presenta a sí misma como la voz de un capital colectivo que sí existe, sino como la representante de una humanidad colectiva que ¡no existe! Con esta pretensión, afirma gestionar el acceso a recursos comunes como la atmósfera y los océanos en representación de una humanidad inexistente (¿quizás futura?).

Una prueba del fraude que constituye el concepto de «comunes globales» fue el debate que tuvo lugar el 14 de junio de 2012, durante la sesión de ratificación de la Convención de las Naciones Unidas sobre el derecho del mar, que pretendía reglamentar el uso de los océanos más allá de la zona económica exclusiva de doscientas millas que ostentan la mayoría de las naciones conlitoral oceánico. En esta sesión, el antiguo secretario de Defensa de Estados Unidos, Donald Rumsfeld, se enfrentó con los senadores John Kerry y Richard Lugar. Rumsfeld se oponía al tratado porque exigía a las compañías que explotaban los «comunes» del océano (es decir, más allá del límite de doscientas millas) contribuir en un fondo para compensar a los «países menos desarrollados», cuyas compañías no cumplen los requisitos tecnológicos o de capital para este tipo de actividad extractiva. Rumsfeld afirmó que esa clase de redistribución de la riqueza es un «principio novedoso que, desde mi punto de vista, no tiene límites definidos» y que «podría establecer un precedente para los recursos del espacio exterior».

En cambio, Kerry y Lugar abogaron por la ratificación del tratado, no para proteger los mares de la explotación capitalista sino porque consideraban que el acuerdo otorgaba a las compañías extractivas un derecho legal inequívoco sobre el lecho marino. «La adhesión a la Convención del derecho del mar es el único modo de proteger e impulsar las demandas de las entidades de Estados Unidos a los abundantes recursos minerales que albergan los fondos marinos», se puede leer en una carta, fechada el 13 de junio, dirigida a los senadores Kerry y Lugar de parte de organizaciones entre las que estaban el American Petroleum Institute [Instituto estadounidense del petróleo] y la us Chamber of Commerce [Cámara de Comercio de Estados Unidos]23. El «debate» mantenido por los comuneros globales, Rumsfeld, Kerry y Lugar, trataba de ¡si era o no necesario sobornar a aquellos capitalistas que no pueden rascar de las riquezas que ha puesto a disposición el mayor cercamiento espacial de la historia! Esto es lo que pasó con el «patrimonio común de la humanidad» el 14 de junio de 2012.

La designación «comunes globales» es una maniobra fraudulenta que hay que rechazar. Lo mismo ocurre con la designación como «patrimonio de la humanidad» de ciudades y zonas geográficas seleccionadas por parte de Naciones Unidas, lo que ha exigido que ayuntamientos y gobiernos adopten medidas de «protección» y valorización que benefician al sector turístico, al tiempo que absorben recursos de otras iniciativas que mejorarían las condiciones en las que vive la población local.

  1. Los comunes se constituyen sobre la base de la cooperación social, las relaciones de reciprocidad y la responsabilidad en la reproducción de la riqueza compartida, sea natural o producida. El respeto por las demás personas y la disposición abierta a experiencias heterogéneas, siempre que sigan las normas de la cooperación, los distingue de las comunidades cerradas que se pueden entregar a prácticas racistas y excluyentes y a la vez fomentar la solidaridad entre sus miembros.
  2. Los comunes están determinados por la toma de decisiones colectiva, llevada a cabo por medio de asambleas y otras formas de democracia directa. El origen de la toma de decisiones está en el poder popular, el poder que crece de abajo arriba, el poder derivado de la aptitud demostrada y la rotación continua del liderazgo y la autoridad entre distintas personas en función de las tareas que haya que realizar. Esto distingue a los comunes del comunismo, que confía el poder al Estado. Hacer-común es reclamar el poder de tomar decisiones básicas para nuestras vidas y de tomarlas colectivamente. Este aspecto de los comunes es afín al concepto de horizontalidad acuñado durante la revuelta argentina que dio comienzo el 19-20 de diciembre de 2001 y que desde entonces se ha popularizado entre los movimientos sociales, especialmente en América Latina. Rompe con la estructura jerárquica de los partidos políticos, pues las decisiones se toman en asambleas generales (y no en comités centrales predefinidos) en las que se debaten los asuntos con la meta de llegar a un consenso24.
  3. Los comunes son una perspectiva que promueve el interés común en cada aspecto de la vida, así como el trabajo político. Por lo tanto su empeño es rechazar las jerarquías de la mano de obra y las desigualdades en todas las luchas y priorizar el desarrollo de un sujeto verdaderamente colectivo.
  4. Todas estas características distinguen lo común de lo público, que es propiedad del Estado que administra, controla y regula, constituyendo así un tipo especial de dominio privado. Esto no quiere decir que no tengamos que luchar para evitar que se privatice lo público. Como terreno intermedio, nos interesa que los intereses comerciales no fagociten lo público, pero no debemos dejar de tener presente esta distinción. No podemos abandonar el Estado, porque es el lugar en el que se acumula la riqueza que hemos producido con nuestro trabajo pasado y presente. Por otra parte, la mayoría de nosotros todavía dependemos del capital para nuestra supervivencia, puesto que la mayoría no tenemos tierra u otros medios de subsistencia. Pero tenemos que trabajar para asegurarnos de que vamos más allá del Estado y del capital.

CONCLUSIÓN

La noción de lo común sigue siendo objeto de muchos debates y experimentos. Hay muchas cuestiones sin resolver todavía, pero es evidente que la comunalización va a continuar desarrollándose, ya que ni el Estado ni el mercado pueden garantizar nuestra reproducción. En este escenario, el reto que afrontamos no es cómo multiplicar las iniciativas de comunalización sino cómo poner en el centro de nuestra movilización la reapropiación colectiva de la riqueza que hemos producido y la abolición de las jerarquías sociales y la desigualdad. Solo si respondemos a estos imperativos podremos reconstruir las comunidades y garantizar que no se creen comunes a costa del bienestar de otras personas y que no se funden en nuevas formas de colonización.

Notas:

  1. Banco Mundial, «Banco Mundial adopta política de libre acceso a investigación y trabajos intelectuales», disponible en http://www.bancomundial.org/es/news/feature/2012/04/10/bank-publications-and-research-now-easier-to-access-reuse (acceso el 4 de diciembre de 2018).
  2. «Elinor Ostrom, Defender of the Commons, Died on June 12th, Aged 78» The Economist, 30 de junio de 2012, disponible en https://www.economist.com/node/21557717 (acceso el 8 de diciembre de 2018)
    3 Peter Linebaugh, The Magna Carta Manifesto: Liberties and Commons for All, Berkeley ( ca ), University of California Press, 2008 [ed. cast.: El Manifiesto de la Carta Magna, Madrid, Traficantes de Sueños, 2013].
    4 Iain Boal et al., West of Eden: Communes and Utopia in Northern California, Oakland ( ca ), pm Press, 2012.
    5 Fred Pearce, The Land Grabbers: The New Fight Over Who Owns the Earth, Boston ( ma ), Beacon Press, 2012.
    6 Peter Linebaugh, «Enclosures from the Bottom Up» en David Bollier y Silke Helfrich (eds.), The Wealth of the Commons: A World beyond Market and State, Amherst ( ma ), Levellers Press, 2012, pp. 114-124.
    7 «Common Land», disponible en http://naturenet.net/law/commonland.html (acceso el 8 de diciembre de 2018)
    8 Massimo De Angelis, The Beginning of History: Value Struggles and Global Capitalism, Londres, Pluto Press 2007.
    9 David T. Beito, From Mutual Aid to the Welfare State: Fraternal Societies and Social Services, 1890-1967, Chapel Hill ( nc ), University of North Carolina Press, 2000.
    10 Bollier y Helfrich, The Wealth of the Commons…
    11 Raúl Zibechi, Territories in Resistance: A Cartography of Latin American Social Movements, Oakland ( ca ), ak Press, 2012, p. 190. [ed. cast.: Territorios en resistencia, Carcaixent, Zambra-Baladre, 2012].
    12 Zibechi, Territories in Resistance…
    13 Mike Davis, Planet of Slums, Nueva York, Verso, 2006 [ed. cast.: Planeta de ciudades miseria, José María Amoroto (trad.), Madrid, Akal, 2014].
    14 Ana Isla, «Who Pays for the Kyoto Protocol?» en Ariel Salleh (ed.), Eco-Sufficiency & Global Justice: Women Write Political Economy, Londres, Pluto Press, 2009.
    15 Emma Dowling, «The Big Society, Part 2: Social Value, Measure and the Public Services Act», New Left Project, 30 de julio de 2012, acceso el 31 de mayo de 2018 [ya no está disponible].
    16 Robert McC. Netting, Balancing on an Alp: Ecological Change and Continuity in a Swiss Mountain Community, Cambridge, Cambridge University Press, 1981; Garrett Hardin, «The Tragedy of the Commons», Science 162, núm. 3859, diciembre de 1968, pp. 1243-1248, disponible en http://science.sciencemag.org/content/sci/162/3859/1243.full.pdf.
    17 Colin Woodward, The Lobster Coast: Rebels, Rusticators, and the Struggle for a Forgotten Frontier, Nueva York, Penguin Books, 2004.
    18 Woodward, The Lobster Coast…, pp. 230-231.148
    19 Mariarosa Dalla Costa y Monica Chilese, Our Mother Ocean: Enclosure, Commons, and the Global Fishermen’s Movement, Brooklyn ( ny ), Common Notions, 2015.
    20 Massimo De Angelis, Omnia Sunt Communia: On the Commons and the Transformation to Postcapitalism, London, Zed Books, 2017.
    21 Linebaugh, The Magna Carta Manifesto…, pp. 50-51.150
    22 Isla, «Who Pays for the Kyoto Protocol?», op. Cit.
    23 Kristina Wong, «Rumsfeld Still Opposes Law of the Sea Treaty: Admirals See It as a Way to Settle Maritime Claims», Washington Times, 14 de junio de 2012, disponible en http://www.washingtontimes.com/news/2012/jun/14/rumsfeldhits-law-of-sea-treaty/?page=all (acceso el 8 de diciembre de 2018).
    24 Marina A. Sitrin, Everyday Revolutions: Horizontalism and Autonomy in Argentina, Londres, Zed Books, 2012.

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